Calza mis botas, coge mi mochila, entiéndeme

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Una de las experiencias más ricas y complejas que nos brinda el Camino es la de empatizar con quien ni siquiera entendemos.

Cargar la mochila de otra persona, respetar sus pasos, es un gesto que nos humaniza.

En la mochila tendemos a llevar todo aquello que pensamos que nos servirá para espantar las cosas que más miedo nos provocan.

Hay una regla muy discutida pero que siguen muchos peregrinos y peregrinas, que dice que una persona sólo debería cargar en la mochila el 10 por ciento de su peso. Según esta regla una persona que pesara 70 kilos debería llevar en su mochila siete kilos y el que pesa 120 podría llevar hasta 12 kilos de peso.

Con regla o sin regla, la mochila que se carga hoy en día en el Camino no tiene nada que ver con aquel zurrón pequeño y abierto por arriba, con el espacio justo para la comida del día que el Codice Calixtino considera suficiente para la persona que se atreviera a ponerse en manos de la Providencia y ponerse en marcha. Tampoco las botas de Gore-Tex, hechas para superar todo tipo de climas, mantener el pie seco y el calcetín esponjoso -como recién lavado con el más fragante de los suavizantes- tienen mucho que ver con aquellas sandalias que, según los usos y costumbres, estaba permitido calzar al peregrino o peregrina medieval. Los tiempos han cambiado, las necesidades y creencias también, y lo que entonces podía ser signo de opulencia o, incluso de sobervia, hoy puede ser considerado como ´lo imprescindible’ para la aventura de llegar a Santiago de Compostela.

Si aquellos caminantes medievales hubieran visto algunas de las mochilas de hoy en día, literalmente hubieran alucinado. Es más, el peregrino o peregrina, sin ser consciente de ello, suele llevar en su mochila el catálogo perfecto de sus miedos e inseguridades: cuantos más miedos, más pesos. José Luis, un veterano hospitalero en uno de los albergues más carismáticos del Camino Francés, tiene la costumbre de cargar personalmente las mochilas de cada uno de sus peregrinos. Dice que eso le permite entender mejor qué necesita el peregrino o peregrina: “siempre nos parece que ‘el otro’ carga menos peso el nuestro y llevar su mochila nos ayuda a entender que no es así”.

Para José Luis, la diferencia de peso entre unas y otras mochilas -más allá de necesidades específicas- radica muchas veces en convencimientos absolutamente subjetivos muchas veces relacionados con nuestros miedos e inseguridades. “Cargamos en la mochila todo aquello que creemos que nos puede servir para espantar las cosas que más tememos”, explica. Curiosamente, José Luis asegura que “las mochilas pos-covid pesan más que las de antes”. Es así en la media, y, de manera muy especial, en el caso las personas que se lanzan a la ruta jacobea por primera vez.

Este aumento de peso real, físico, mensurable, no deja, entonces, de ser una perfecta metáfora de los pesos que acarrean los peregrinos y peregrinas en el Camino de Santiago. Pesos que sólo se manifiestan esas cargas son compartidas, a menudo en un alto del Camino, en una cena comunitaria, tras una jornada en la que los kilómetros y el peso que llevamos nosotros, nos hacen más humanos y trasparentes.

La siguiente historia ocurrió una noche de agosto especialmente estrellada. Los peregrinos que habían ido llegando con cuentagotas al albergue habían ayudado a preparar la cena: macarrones con tomate y atún, una ensalada y fruta de postre. Nada exótico ni especial salvo aquella compañía que se había formado alrededor de la mesa: una pequeña babel en la que el inglés -de aquellas maneras y con aquellos acentos- se hacía hueco junto a la estupenda mímica de alguno de los peregrinos. Todo habían sido risas y complicidad. Los hospitaleros sacaban en ese momento una botella de licor y servían a los comensales el aquel digestivo que ponía el broche de oro a una buena noche.

Entonces uno de los peregrinos, creo que era un alemán llamado Theo, pregunto por qué hacíamos el Camino. Naomi, una joven norteamericana que hasta ese momento se había mostrado feliz y risueña bajó la cara. Sacudió la cabeza. Perdió la sonrisa. Se podría decir que las estrellas se nublaron en su rostro. Su historia era la de Bob, vecino, amigo y compañero desde el Jardín de Infancia. Ese año debería comenzar -igual que ella- la Universidad. Bob, el amigo con el que caminaba cada mañana para ir a clase, con el que hablaba todos los días, su confidente. Bob, ese Bob que una buena mañana no había acudido a su cita diaria porque la noche anterior se había suicidado.

Y Naomi no buscaba en el Camino entender por qué su amigo se había suicidado. Ni siquiera trataba de superar aquel dolor. Naomi arrastraba realmente el peso de saber que su amigo, su confidente, lo había pasado mal, verdaderamente mal, tan mal como para suicidarse; y ella no se había dado cuenta de nada. Aquella joven risueña y divertida, aquella chica que pasaba por ser una simple estudiante en su viaje iniciático, en realidad cargaba un peso tremendo.

Y resulta que en el Camino, “todos y todas llevamos encima una historia, a veces terrible, a veces sorprendente, pero siempre interesante”.

Más de mil años de historia han dado al Camino un poso especial. Los peregrinos y peregrinas que lo recorren aprenden a no dejarse llevar por las apariencias. Se dice: “no juzgues mi Camino sin calzar mis botas ni cargar mi mochila”, y lo cierto es que en el Camino se aprende, simplemente, a no juzgar. Aprendes que cargar las mochilas de otras personas, que calzar botas realmente incómodas es una de las experiencias más enriquecedoras que puedes vivir. Ponerse en la piel de la otra persona, saber qué peso carga y dónde aprieta su zapato, simplemente nos hace más humanos.

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