A pesar de los riesgos que puede entrañar la ruta jacobea, al igual que ocurrió en la Europa asolada por la peste negra, el Camino de Santiago cuelga hoy el cartel de abierto.
No es la primera vez que el Camino de Santiago se ve sacudido por catástrofes planetarias o continentales que de una u otra manera hacen que tengamos que repensar su sentido y valía. Napoleón o las dos guerras mundiales fueron algunos de estos hechos, pero del que se guarda una memoria más viva en el Camino -y se puede decir que supuso la antesala de su declive en la era moderna- fue, sin duda, la conocida como Peste Negra.
En el año 2017 más de un medio de comunicación se asombraba de que un trabajo del CSIC -publicado por Scientific Reports- viniera a concluir que la expansión de una pandemia está estrechamente ligada a las principales rutas de comunicación. En aquel estudio los científicos del Centro Superior de Investigaciones Científicas se habían dedicado a investigar cómo se había expandido la peste negra a partir de 1343 desde China hasta Europa y por toda la tierra conocida. Para ello habían recogido datos de 1.311 asentamientos de población medievales y de 2.084 puntos de conexión (enlaces de rutas y caminos) repartidos por toda Europa, por África y por Asia. Y con estos datos habían elaborado un detallado estudio en el que concluían que, efectivamente, la peste negra se había extendido a través de las vías de comunicación más transitadas y había llegado a los últimos confines del mundo siguiendo los caminos comerciales y los caminos de peregrinación (que normalmente eran los mismos y aprovechaban -al menos en Europa- los trazados de las antiguas calzadas romanas).
Curiosamente el titular por el que optaron muchos de esos medios de comunicación jugaba más con la idea de que las peregrinaciones a Santiago de Compostela habían ayudado a extender esta enfermedad que con la idea de las rutas más transitadas o las rutas comerciales. Y es posible que buena parte de la culpa de este titular lo tuviera el hecho de que casi una tercera parte de los núcleos urbanos estudiados pertenecían al Camino de Santiago, lo que, sin duda podría suponer (sin otro matiz añadido) un sesgo determinante en la muestra.
Sea como fuere y aparcando incluso este detalle, a nadie escapa que la conclusión de este estudio sea y se muestre como bastante lógica: por allí por donde transitaban las personas, se transmitía la enfermedad, al igual que se venían transmitiendo las novedades arquitectónicas y artísticas, el conocimiento humanístico, las matemáticas, la identidad europea o la fe. Para lo bueno y para lo malo, las vías de comunicación eran las arterias por donde se transmitía todo. Donde había más tránsito de ‘largo recorrido’ se producían más contagios y los nudos de comunicaciones sirvieron como difusores de la plaga en otras direcciones. Nada sorprendente.
Lamentablemente la peste negra supuso un mazado impresionante no sólo para la ruta jacobea sino para todo el desarrollo económico y social de Europa: se calcula que en las sucesivas oleadas sufridas a lo largo del siglo XIV y principios del XV, murió un tercio de la población del viejo continente. Su incidencia dejó pueblos y ciudades desiertos, obligó al abandono de explotaciones agrarias y ganaderas y provocó terribles hambrunas en lo que, en toda regla podríamos entender como un colapso económico global de la época. Pero a este daño brutal en el desarrollo material, sumó otro mucho más sutil y pernicioso: el raquitismo social.
Curiosamente, las luces del Renacimiento que se alumbraron tras esta pandemia y que se anunciaban como el triunfo del conocimiento frente a la superstición, llegaron veladas por el miedo -más bien pavor- que suscitaba la sola mención de la peste negra; y la necesidad de respuestas ante tanto sufrimiento derivó en una irracional búsqueda de chivos expiatorios que desataron el odio al judío, al pobre o al peregrino… (lo que se tuviera más cerca).
También en esta situación el Camino de Santiago nos brinda una hermosa lección. Y es que algunos de aquellos hombres, a pesar de sus conocimientos limitados, a pesar de que usaban un balbuceante método científico, se dedicaron a estudiar la plaga que les venía de lejos. Y a pesar de esas dificultades y carencias, y a pesar de todas las lagunas que se tuvieran a la hora de explicarlo, aprendieron a defenderse de la peste negra.
Así, mientras otras ciudades y pueblos sufrían la enfermedad como una maldición divina y optaban por cerrar sus puertas al diferente y perseguir al que venía de fuera, en el Camino aprenden, por ejemplo, que la epidemia tiene mucho que ver con la limpieza o, mejor dicho, con la suciedad de los caminantes y con la presencia de pulgas. Y con esta intuición, con esta sospecha, en lugar de encerrarse en ellas mismas y negar el paso al forastero, en numerosos pueblos y ciudades del Camino de Santiago lo que hicieron fue prohibir la suciedad: cuando llegaba un peregrino a sus puertas, lo que hacían era despojarlo de sus ropas, bañarlo, darle ropas limpias y quemar las viejas.
No es descartable que en alguna ocasión las llamas se llevaran por delante algo más que la mugre y ropa sucia del peregrino. Pero en general, lo paradigmático del caso es que frente al miedo irracional generalizado y a la tentación de encerrarse, la respuesta de las poblaciones que jalonaban el Camino fue la de buscar soluciones y no la de levantar muros.
Quizás de aquella lección se puede aprender algo y quizás eso explique por qué incluso hoy en día, la llegada de peregrinos -muy poquitos dadas las circunstancias- a los pueblos del Camino se siga celebrando en casi todos ellos como un buen augurio, como la noticia esperanzadora de que el mundo, a pesar del miedo y la superstición, sigue girando.